jueves, 15 de agosto de 2013

LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA

La vida de la Virgen es toda ella una fulgurante sucesión de divinas maravillas. Primera maravilla: su Inmaculada Concepción. Última maravilla: su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Y, entre la una y la otra, un dilatado panorama de gracia y de virtudes en el cual resplandecen como estrellas de primera magnitud su virginidad perpetua, su divina Maternidad, su voluntaria y dolorosa cooperación a la redención de los hombres.
La perpetua virginidad de María y su divina Maternidad fueron ya definidos como dogmas de fe en los primeros siglos del cristianismo. La Inmaculada Concepción no lo fue hasta mediados del siglo XIX. Al siglo XX le quedaba reservada la emoción y la gloria de ver proclamado el dogma de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Memorable como muy pocos en la historia de los dogmas aquel 1 de noviembre de 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón —el corazón de toda la cristiandad—, resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Siglo tras siglo y paso por paso se va siguiendo con amoroso deleite el camino recorrido por la piadosa creencia hasta llegar, ¡por fin!, a la suprema exaltación.

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