La fiesta de Todos los
difuntos nos trae a la memoria el recuerdo de las almas santas que, cautivas en
purgatorio, para expiar en él sus culpas veniales o bien para satisfacer la
pena temporal debida a sus pecados, están, sin embargo, confirmadas en gracia,
y algún día entrarán en el cielo. Así que, después de haber celebrado la
Iglesia, en medio del regocijo la gloria de los Santos que constituyen la
Iglesia del cielo, la Iglesia de la tierra extiende su maternal solicitud hasta
aquel lugar de indecibles tormentos, en que se ven sumidas almas que también
pertenecen a la Iglesia que llamamos purgante. “En este día, dice el
Martirologio romano, la Conmemoración de Todos los Fieles difuntos, en la cual
nuestra común y piadosa madre la Iglesia, después de haber tratado de honrar
con dignos loores a todos los hijos suyos, que tiene ya gozando en el cielo, se
esfuerza por ayudar con poderosos sufragios cerca de Cristo su Esposo y Señor,
a todos los que aun gimen en el purgatorio; a fin de que cuanto antes se sumen
a la sociedad de los moradores de la Ciudad celestial”. En ninguna parte como
aquí anuncia la liturgia de una manera tan explícita la misteriosa trabazón que
estrecha a la Iglesia triunfante con la militante y la purgante, y nunca
tampoco aparece más claro el doble deber de caridad y de justicia que fluye
naturalmente de su misma incorporación al cuerpo místico de Cristo. Sabemos
que, en virtud del dogma de fe de la Comunión de los santos, los méritos y
sufragios de los unos vienen a ser también de los demás, en virtud de una
comunidad de bienes espirituales; de manera que, sin mermar los derechos de la
divina justicia, que con todo rigor se nos aplican al fin de nuestra vida, la
Iglesia puede unir aquí su oración con la del cielo, y suplir por lo que falta
a las almas del Purgatorio, ofreciendo a Dios por ellas, mediante la Santa
Misa, las Indulgencias, las limosnas y los sacrificios de sus hijos, los
méritos sobreabundantes de la Pasión de Cristo y de sus místicos miembros. De
ahí que la liturgia ha sido siempre, el medio empleado por la Iglesia para
practicar con los Fieles Difuntos el deber de la caridad, que nos manda atender
a las necesidades del prójimo cual si fueran propias nuestras, en virtud
siempre de ese lazo sobrenatural y apretadísimo, que une en Jesús al cielo con
la tierra y el Purgatorio. La liturgia de los Difuntos es tal vez la más
hermosa y más consoladora de todas. A diario, al fin de las Horas del Oficio
divino, se encomiendan a la misericordia divina las almas todas de los Fieles
Difuntos. En la Misa, el sacerdote ofrece el Sacrificio por los vivos y los
muertos (Súscipe), y en un Memento especial pide al Señor se acuerde de sus
siervos y siervas que, habiendo muerto en Cristo, duermen ahora el sueño de la
paz y les haga pasar al lugar de refrigerio, de luz y de paz. La solemne
conmemoración de todos los Fieles Difuntos se debe a San Odilón, cuarto abad
del célebre monasterio benedictino de Cluny. Él fue quien la instituyó en 998,
y mandó celebrarla en día como hoy. La influencia de aquella ilustre y poderosa
Congregación hizo se adoptara bien pronto este uso en todo el orbe cristiano, y
que este día fuese en algunas partes fiesta de guardar. En España, en Portugal
y en América del Sur, que de ella dependían, Benedicto XIV, había concedido
celebrar tres misas el 2 de noviembre, y Benedicto XV, el 10 de Agosto de 1915,
autorizó lo mismo a todos los sacerdotes del mundo católico. La Iglesia nos
recuerda en una Epístola sacada de San Pablo, que los muertos resucitarán; y
nos manda esperar porque en este día nos tornaremos a ver en el Señor. La
Secuencia describe gráficamente el Juicio final en que los buenos serán
separados por siempre de los malos. El Ofertorio recuerda que el Arcángel San
Miguel es quien introduce las almas en el cielo, porque dicen las oraciones de
la recomendación del alma, él es el Jefe de la milicia celestial, entre la cual
se han de poner los hombres, ocupando los sitiales dejados vacíos por los
ángeles malos, “Las almas del Purgatorio, declara el Concilio de Trento, son
socorridas por los sufragios de los fieles, y señaladamente por el sacrificio
del altar”. Y la razón es que, en la Santa Misa el sacerdote ofrece
oficialmente a Dios el precio de las almas, la Sangre del Salvador. Jesús
mismo, bajo las especies de pan y vino, que recuerdan al Padre el Sacrificio
del Gólgota, ora para que se aplique su virtud expiadota a esas almas.
Asistamos en este día al Santo Sacrificio de la Misa, En él pide la Iglesia a
Dios conceda a los difuntos, que no pueden valerse a sí mismos la remisión de
todos sus pecados, y el eterno descanso. Visitemos los cementerios, en donde
descansan sus cuerpos, hasta el día en que suene la trompeta, y resuciten para
revestirse de la inmortalidad y alcanzar, por Jesucristo, la victoria sobre la muerte.
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